viernes, 7 de septiembre de 2007

Orificio tal, con su .357



Pedro Díaz G.

Cuando el reloj del buró marcó las 16:00 horas del martes, José Ramón cumplió con el rito. Dirigió la punta de su .357 a la boca y se produjo orificio tan grande que el proyectil salió por la zona occipital del cráneo, presentando expulsión de masa encefálica.
Atroz.
Sobre todo si se toma en cuenta que fue funcionario público del estado.
Sobre todo cuando se lee lo que escribíó en una carta póstuma sumergido en ese foso angustiante de los últimos minutos, los decisivos, los del nunca más.
Decidió hacerlo en un hotel de paso, alejado de los suyos, a quienes dirigió su última frase:
“Perdón a mi madre, primos, hermanos y amigos, el único culpable soy yo”.
Trabajó en el municipio de Canelas, vivía en la colonia Los Ángeles, justo atrás de la Facultad de Contaduría y Administración, y José Ramón, se supo esa noche, alquiló la habitación número 14, apenas tres horas antes.
Algo de raro notaron los encargados del hotel.
¿Por qué venía solo?
Pero nadie se atrevió a chistar.
Fue hasta el cierre de turno, alrededor de las once, cuando por hacer la limpieza, una empleada abrió la puerta y vio que la sangre salpicó colchas, alfombra, sábanas y toallas; el cuerpo yacía sobre la cama.
En una de sus manos, el revolver; en la otra, esa inútil petición de perdón a su madre y a los suyos.
Pero en los ojos de la empleada se dibujaría, desde ese instante y para siempre, el paralizante gesto de la muerte.

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